Hace 75 años, aún humeantes las cenizas de la Segunda Guerra Mundial y del inédito sufrimiento humano que causó, las naciones trazaron un camino que había de sentar las bases de «la libertad, la justicia y la paz en el mundo» garantizando los derechos fundamentales de toda persona en todo lugar.
Este principio quedó consagrado en la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada en 1948. En la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS), fundada aquel mismo año, se consagra la salud como «uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social».
Hoy, cuando se cumplen 75 años de aquellos hitos monumentales, deberíamos estar celebrando el impresionante salto adelante que hemos dado para hacer avanzar los derechos humanos y mejorar muchos indicadores cruciales de salud.
Sin embargo, cuando 2023 toca a su fin, el mundo se encuentra de nuevo enfangado en guerras y crisis. Los conflictos que asolan Gaza, Israel, Etiopía, Sudán, Ucrania, Rusia, Myanmar y otros lugares, pese a los reiterados llamamientos al respeto del derecho humanitario internacional, han causado y causan un dolor inimaginable. Por otro lado, las poblaciones lidian con los efectos de terremotos, inundaciones y sequías que la crisis climática no hace sino empeorar.
Entre los damnificados de tales crisis están los centros y los trabajadores de salud, y demasiadas personas han muerto o padecido un atroz sufrimiento físico de forma absolutamente innecesaria.
La angustia que vemos en nuestras pantallas nos conmociona e indigna profundamente. Aun así, estas lacerantes imágenes no son más que la punta del iceberg cuando pensamos en los cientos de millones de personas que de forma aún más generalizada se ven privadas del derecho a la salud.
No en vano, cuando remite la fase aguda de una crisis, lo que subsiste son las exclusiones y discriminaciones subyacentes que estaban ocultas en sus repliegues. Para combatir estas violaciones de los derechos, que son evitables, es necesario que los dirigentes del mundo y demás personas que tienen poder y responsabilidades se tomen muy en serio el deber que les incumbe de respetar, amparar y hacer efectivos los derechos humanos.
Los civiles se llevan la peor parte e, inevitablemente, son los más pobres y quienes sufren discriminación los que más padecen. La pobreza, la discriminación y otros factores hacen a las personas más vulnerables a los desastres y a las sociedades más proclives a los estallidos de violencia.
Para poner fin a los conflictos y construir comunidades capaces de prepararse mejor para los desastres y protegerse mejor de ellos, debemos combatir la pobreza, la marginación y la discriminación sistémicas y desmantelar las estructuras económicas y políticas en las que arraigan.
Para ello es indispensable que otorguemos prioridad a los más vulnerables promoviendo la paz, previniendo la pobreza y protegiendo a quienes corren mayor riesgo.
Sin embargo, a la vez que la riqueza del mundo alcanza cotas inéditas, también lo hacen las desigualdades estructurales.
En 2022, el 10% más rico de la población mundial controlaba un abrumador 76% de la riqueza total del planeta, mientras que la mitad más pobre controlaba apenas un 2%. Los acomodados ejercen una influencia desproporcionada en los modos de gobierno de nuestras economías y nuestras sociedades.
La Covid-19 puso de relieve con toda crudeza estas disparidades. Según informa el Grupo de Respuesta Mundial a la Crisis de las Naciones Unidas, un 60% de los trabajadores tiene hoy un nivel de ingresos inferior al que tenía antes de la pandemia. Son las mismas personas que resultaron decisivas para sostenernos durante esa crisis. El hecho de que sufran tales apreturas económicas supone una burla de la gratitud que se les debe.
Según datos del último Informe sobre la desigualdad global, la pandemia de Covid-19 ocasionó un marcado retroceso de la lucha contra la pobreza en el mundo. En 2020, el nivel mundial de extrema pobreza registró un incremento del 8,4% con respecto a 2019: fueron más de 70 millones las personas que cayeron en situación de pobreza extrema. Los más pobres del mundo perdieron el doble de ingresos que los más ricos y la desigualdad mundial, por vez primera en decenios, se acrecentó.
Estos elevadísimos niveles de pobreza y desigualdad no solo perjudican a los individuos: también socavan profundamente la armonía y la paz sociales. Nadie querría vivir en semejante paisaje, nadie desearía legarlo a las generaciones futuras.
No es una fatalidad que lo hagamos. El hecho de abordar los problemas de nuestras sociedades y economías y de promover la paz desde una óptica más coherente y en clave de derechos humanos puede ser un resorte para alumbrar políticas que reviertan la situación.
Los gobiernos pueden adoptar medidas que protejan a las personas de las conmociones que golpean repentinamente a las sociedades, ya sea por un desplome económico o por efecto de terremotos, calamidades ligadas al clima, conflictos o pandemias.
No en vano sabemos que, cuando se posa el polvo tras una crisis aguda, el sufrimiento de los más expuestos permanece: el Banco Mundial calcula que, para 2030, un 46% de los pobres del mundo vivirá en zonas catalogadas de «frágiles» o afectadas por un conflicto, zonas donde la inseguridad alimentaria es dos veces más prevalente.
Los derechos humanos deben ser el criterio que guíe las decisiones de inversión para reducir los riesgos de crisis. Los derechos deben ser la piedra angular de toda labor de prevención y resolución de conflictos y de respuesta a ellos. Las sociedades erigidas en torno a los derechos humanos tienen más probabilidades de mantener relaciones pacíficas y de evitar la escalada de los conflictos.
A las puertas de un nuevo año, a la vez que hacemos un llamamiento por la paz y la protección de los derechos humanos y la salud de las personas, instamos también a suscribir, de nuevo, el radical compromiso de acabar con la pobreza.
El Consejo de la OMS sobre los Aspectos Económicos de la Salud para Todos ha puesto de relieve una cruda y contradictoria realidad: «aunque al menos 140 países tienen reconocida la salud como derecho humano en uno u otro pasaje de su constitución, hasta ahora solo cuatro de ellos han especificado como se va a financiar tal objetivo.»
Debemos concebir la salud no como un costo, ni como un lujo solo accesible a quienes puedan pagárselo. Debemos entender la salud como una inversión crucial en el bienestar de la humanidad. Una economía justa es aquella que promueve la igualdad, invierte en la atención de salud y garantiza una distribución equitativa de los recursos.
Todas las decisiones de los países sobre temas económicos, fiscales, monetarios, empresariales y de inversión deben ser consideradas y abordadas desde la óptica de la salud y los derechos humanos.
Combatir la pobreza, privilegiar la paz, invertir en educación, garantizar salarios decentes y eliminar toda forma de discriminación, pues, son otros tantos pasos imperativos para hacer realidad el derecho a la salud para todos y alumbrar una sociedad justa y pacífica.
La receta para la humanidad está clara: ha llegado el momento de dejar de anteponer la riqueza a la salud. Solo resguardando de la pobreza, las crisis y la desigualdad a quienes en el mundo corren mayor riesgo de padecerlas podremos alumbrar, de forma duradera, la paz, la prosperidad y la salud para todos.
*El dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus es el Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el sr. Volker Türk es el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.